martes, 16 de noviembre de 2010

EL Movimiento del Son Jarocho



A poco más de 30 años de que iniciara lo que hoy llamamos “Movimiento Jaranero”, desde nuestro punto de vista, va siendo hora de no sólo hacer un repaso de lo sucedido sino, más bien, una revisión crítica de lo que, en el transcurrir de este tiempo pasó, lo que está sucediendo y por donde creemos nosotros, desde el Tesechoacán, que podemos seguir caminando.
Si leemos o si oímos las diversas publicaciones, entrevistas y programas de radio que cotidianamente salen en diversos medios, el panorama sería alentador: desde ahí nos dicen –muy seguido por cierto- que nuestro movimiento cultural es no sólo “exitoso”, si no que además es un ejemplo de recuperación que trasciende ya nuestras fronteras nacionales. Y en muchos sentidos es cierto, la difusión lograda, la apertura de espacios antes cerrados a la música tradicional y un largo etcétera de avances marcan una tradición revitalizada, con una muy marcada creatividad y una búsqueda constante de nuevos sonidos. Esta búsqueda es sin lugar a dudas la constante que hoy define de manera clara el caminar del llamado “Movimiento Jaranero”.
Indiscutiblemente, la vitalidad del son hoy es muy grande, día a día vemos el surgimiento de grupos, la apertura de espacios, la creación de discos y la publicación de ensayos, tesis, y un largo etcétera de formatos de publicación y difusión del conocimiento. Vemos también, cada vez más, anunciadas pláticas, ponencias y mesas de discusión. Material en todo tipo de medios llega a nosotros, páginas de internet, foros de correo electrónico, documentales en video y un sinfín de información fluye mostrando un universo de acciones sociales, realizadas a través de grupos o personas y encaminadas a la difusión de nuestra tradición. Talleres en Buenos Aires, presentaciones en Francia, grupos en Los Ángeles no son ya novedad, el son, se dice por ahí, “llegó para quedarse”. A algunos, esta afirmación alegre, más que sólo gusto (que si nos da) nos plantea interrogantes: ¿llegó para quedarse realmente?, si la respuesta es sí, entonces la pregunta se vuelve ¿dónde? Porque casi todo lo mencionado principalmente sucede en las ciudades.

LOS INICIOS DEL MOVIMIENTO JARANERO.

Al inicio de este proceso de recuperación de nuestra tradición, la preocupación se centraba en recordar, junto con los viejos soneros, las maneras antiguas de tocar y, en la medida de lo posible, salvaguardar el fandango como espacio de reunión festiva y expresión comunitaria. El trabajo de algunos personajes y grupos de aquel entonces por revitalizar el fandango ranchero, a través de campamentos en comunidades, dio la pauta para crear la manera de trabajar que aun hoy conservamos: los talleres de fandango, en los que la enseñanza dirigida del zapateado, la música y la versada tradicional son el eje transmisor del conocimiento. Ante la falta de fandangos periódicos como antaño sucedía, estos dejaban de ser la escuela del nuevo músico, más no abandonaban su finalidad integradora a nivel comunitario.
Alrededor de estos intentos, fuera y dentro de nuestro estado, una serie de redes se tejía para apuntalar el auge de la recuperación del Son Jarocho Tradicional. El interés de las radios educativas en transmitir la música y fomentar el encuentro de jaraneros de Tlacotalpan, primero, y la creación del instituto de cultura del estado después, apuntalaron en buena medida el crecimiento de estos procesos de recuperación, ya que no sólo ayudaron a que se recobrara y trascendiera fronteras el gusto por nuestra música, en el caso de la radio, sino que también se dio apoyo institucional a esfuerzos ciudadanos, a través de financiamiento para talleres, encuentros y proyectos de investigación y registro en campo . En este momento, la participación en los procesos de la Unidad de Culturas Populares de Acayúcan fue también muy importante, sobre todo en lo que tenía que ver con procesos de recuperación en el sur del estado.
Para fines de los años 80, el autodenominado “movimiento jaranero” se notaba fuerte y en su principal escaparate, el Encuentro Nacional de Jaraneros de Tlacotalpan, la música y la convivencia entre músicos de diversas partes del estado nos mostraba una riqueza que desconocíamos y que, principalmente por el auge de la música despectivamente llamada de “marisquería”, había quedado relegada a segundo plano. Era esa la idea que animaba al movimiento en aquel entonces: recuperar lo perdido y devolverlo a sus legítimos dueños, la población del área jarocha de nuestro estado. Era también en buena parte, un movimiento o, mejor dicho, una serie de acciones individuales motivadas por un fin común: recuperar la riqueza del son y eliminar el estereotipo del jarocho de blanco que durante años prevaleció, regresándole en cierto sentido la oportunidad de participar a la gente, ya no como meros observadores, sino intentando un papel más activo. El gusto por la música tradicional comenzó a crecer entre la población nuevamente.
Con la imagen del Encuentro Nacional de Jaraneros de Tlacotalpan en mente, proliferaron los encuentros por toda la geografía jarocha. En regiones en las que el fandango había perdido casi por completo su presencia, la realización de encuentros de jaraneros fue el detonante para el crecimiento de la música local. Reconocidos, aunque sólo fuera por unos días, los músicos tradicionales se volvieron a considerar valiosos por todos. Sus afinaciones, estilos, versadas y formas de ser o comportarse en el fandango fueron el pié para la reconstrucción del fandango tradicional y, sobre todo, para la conservación en diversas formas y medios que van desde la memoria propia hasta el registro en grabaciones y escritos de todo tipo. El músico jarocho del rancho, que en aquel tiempo era visto como de menos “categoría” que otros músicos (incluso hasta en sus familias), comenzó a tomar conciencia de su papel como continuador de una tradición. Sólo a manera de hipótesis, yo pienso que a esto ayudó en mucho el continuo discurso de todos los pocos grupos de aquel entonces, centrado en la diferenciación del músico jarocho de blanco, e incluso considerándolo de menor calidad que el músico tradicional ranchero. Este discurso, repetido encuentro tras encuentro y a través de los medios de difusión cultural, se volvió la nueva verdad del son, por así decirle, devolviéndole al fandango tradicional su estatus de fiesta auténtica.
Aunado a ello, el surgimiento de nuevos grupos en Veracruz, sobre todo en el sur del estado, marca un hito en la historia de la música tradicional veracruzana de fin de siglo pasado pues, agregándole a la música sonidos y un dominio escénico bastante aceptable, vuelven el son tradicional de antaño un producto más entendible al oído no acostumbrado a la música del campo. Comienzan a generarse nuevos estilos, principalmente a través de grupos de jóvenes que, emanados de la tradición y conociéndola muy a fondo por ser parte de su cotidianeidad, comienzan a proponer variantes, arreglos y un largo etcétera de propuestas musicales y, sobre todo, se crea una especie de conciencia colectiva jarocha, por así llamarle, que entre los jóvenes se entiende como una manera contestataria de ser, una forma de canalizar la energía a través del baile y de libertad de expresión a través del verso.
Con esa “conciencia colectiva” ya bien cimentada, la música jarocha llega en forma a las ciudades, principalmente a la ciudad de México, y ahí sienta sus reales. Aunque desde hacía años algunos grupos ya eran conocidos, las nuevas propuestas o estilos que llegaban, la facilidad de su ejecución, la belleza simple de sus versos, el “sabor a rancho” de la plática de los viejos sonaban frescos en medio de la vorágine citadina. Los talleres y encuentros comenzaron también a ser más periódicos y el son a volverse vehículo de expresión popular en las ciudades. Comienza entonces algo que yo llamo la “masificación” del son en la ciudad y con ella la invasión de espacios tradicionales en Veracruz de músicos de muchas latitudes, atraídos siempre por la figura de algún músico tradicional de rancho.

EL CAMBIO DE LA TRADICION DURANTE LOS AÑOS 90.

Cuando todo apuntaba a una recuperación efectiva de la tradición en su vertiente de campo, el son se volvió moda. Los años 90 están marcados por el crecimiento del son en su rama de escenario, más ligada a la actividad comercial. La aparición de discos se vuelve algo más cotidiano, las giras internacionales de los grupos llaman aun más la atención pues muestran, claramente, que el son jarocho no es sólo una música de rancho, sino que puede estar en cualquier escenario del mundo, pero sobre todo, muestran que la capacidad de innovación en los arreglos, la creación de nuevos sones y la mezcla con otras músicas puede ser vehículo para acceder a espacios que antes ni por sueño teníamos.
Son también estos años, época de mucha investigación acerca de los orígenes de la música. Centrados en mucho en la negritud del son, las investigaciones buscan encontrar los hilos conductores de nuestra música desde su más remoto pasado, su relación con otros géneros y, en materia de registro de música en campo, los vestigios de este pasado que se asume olvidado entre la colectividad. Esto da aun más pié a la búsqueda de sonidos, mezclas e instrumentaciones que “recreen” ese pasado de nuestra música y abonen a su mejor ejecución, desde el punto de vista técnico musical.
Si bien el crecimiento de grupos exitosos, comercialmente, estuvo muchas veces aunado a esfuerzos de enseñanza serios, que buscaban no sólo la difusión a todos niveles, sino que creían también mucho en la parte comunitaria, no todos tuvieron la suficiente continuidad para seguir en ese camino y, a pesar de seguir en la parte escénica con nuevas agrupaciones, empezó a privilegiarse el trabajo de escenario, sobre todo como un medio de subsistencia. Desde nuestra óptica esto obedeció, sobre todo, a que la “bonanza” de fines de los 80 y principios de los 90 en materia de apoyos institucionales creó la percepción de que se podía apuntalar el crecimiento del son y su promoción cultural, dedicando todo el tiempo a la creación de talleres. En pocas palabras, se volvió un medio de vida el son, buscando siempre el mantenerse en actividad permanente y, sobre todo, teniendo un ingreso económico que crecía en proporción al éxito comercial o de público seguidor de los proyectos, impulsados con apoyo de las instituciones.
Es en este momento de mayor crecimiento cuando, según nuestra opinión, el son comienza su proceso de mayor transformación, en todos los sentidos, alejándose de su origen y, en buena medida, dejando de lado incluso su carácter comunitario y volviéndose una empresa cultural, más que un movimiento, que nunca llegó a serlo del todo. Es también el momento en que la apuesta institucional abandona la promoción cultural y comienza el apoyo de proyectos creativos que busquen la puesta en escena de representaciones del son, privilegiando la mezcla o la fusión con otras músicas, obedeciendo más que nada a intereses de carácter meramente folclorista y, en buena medida, mercantilista. Es ahí cuando se crea el nuevo estereotipo de jarocho que hoy domina el panorama. A fin de cuentas, lo logrado hasta el momento se resumiría en que, logramos acabar con el jarocho de blanco de antaño, dicharachero y vacilador, sustituyéndolo por un nuevo jarocho, con un discurso revolucionario, pero muy pendiente de ganar los mercados y ajustarse a ellos y sus requerimientos. Cambiamos la guayabera blanca por la camisa de manta, el vestido de holanes blancos por la falda colorida y las puntas bordadas y el sombrero jarocho por el panamá de ala corta. Esto hablando sólo de la ropa, en cuestión de música la percusión abandonó la tarima colectiva y saltó a los cajones peruanos o las bailarinas solitarias del escenario; la espontaneidad del fandango se suplantó por el arreglo y la riqueza de ritmos y estilos comenzó a desaparecer para dejar su lugar a la adopción del estilo en boga, casi siempre dictado por el grupo de moda o el “tallerista del momento”.
La proliferación de encuentros y foros fomentó también en mucho que, dejando de lado el fandango, los grupos se concentraran en los doce minutos de gloria que el escenario provee y el fandango empezara a ser un espacio para los principiantes, uno que otro viejo jaranero y los más aferrados a la tradición que, a fin de cuentas, son los que más extrañan ese gusto de tocar en el semi anonimato de la tarima. El intercambio de conocimiento entre músicos de diversas regiones perdió su sentido práctico y, ante la universalización del tono para tocar, se hizo obsoleta la necesidad de acercarse al otro, como no sea para intercambiar correos electrónicos o páginas de promoción de alguno de los grupos. Los “grandes grupos” tomaron distancia de su “público” y comenzó la franca comercialización que el son vive en la actualidad

LO QUE HEMOS LOGRADO CONSERVAR.

Contrario a todo lo que arriba señalo, se podría alegar que la viveza del fandango de rancho en los Tuxtlas o la sierra de Soteapan, por poner dos ejemplos, es muestra de esa recuperación que ha tenido el son a todos niveles; aunque es también innegable que en ambos lugares los mismos músicos coinciden en que nunca vieron del todo amenazada la continuidad del son y la tradición en ellos y que no fue sino hasta la llegada del “movimiento” a sus regiones –casi siempre vestido de “investigador” o nuevos músicos de ciudad- cuando se empiezan a perder algunos valores intrínsecos del fandango, sobre todo el hoy más devaluado de ellos: el respeto al músico de mayor edad.
Otra parte del fandango tradicional que merece un tratamiento aparte es la referente a la recuperación de algunas de sus manifestaciones no musicales, sobre todo en materia de la construcción de instrumentos que, hoy por hoy, vive un desarrollo importante. Hace apenas 20 años encontrar lauderos tradicionales jarochos era tarea difícil, ya no digamos encontrar buenos constructores. Hoy día esta parte de la crisis que vivió el son de rancho ha sido superada, encontramos instrumentos de muy buena manufactura en casi todos los municipios del sur del estado y en áreas urbanas de Veracruz, Oaxaca, Distrito Federal, por poner algunos ejemplos, e incluso fuera del país.
Aunado a ello y a pesar de la “moda” del son jarocho, el ímpetu original del son logró cuajar entre algunos que, preocupados por la recuperación de la música en su lugar de origen, procuraron no sólo servirse del escenario como fuente de financiamiento, sino que no dejaron, aun en las peores épocas de crisis y falta de trabajo, de continuar con esfuerzos de revaloración y conservación de la música en comunidades. Regresando en buena medida al campo, muchos hemos vuelto los ojos a la comunidad, de la cual en la realidad nunca salimos, y hemos intentado continuar ese proceso de recuperación que se había truncado en los pueblos, a pesar de su auge en las ciudades. Los “viejos”, como se ha dado en llamar al músico tradicional ahora, se sintieron desplazados y, por los cambios en la música, perdieron en buena medida su identificación con el “movimiento” jaranero. Los programas de radio, antaño seguidos por la mayoría comenzaron también a dar preferencia a la “nueva música” jarocha que, para la gente de acá de los pueblos de Veracruz, dejó de sonar como son y se volvió música meramente, como la cumbia o la quebradita.



El son hoy es más un movimiento urbano que tradicional. Si volteamos a ver el encuentro de jaraneros de Tlacotalpan con detenimiento, por ejemplo el de este año, notaremos que la presencia de grupos de son de comunidades es mínima, sólo 8 de 75 grupos participantes proviene de una comunidad o una población semi urbana. Pensando en los demás, 9 de ellos provienen de Ciudades fuera del estado, 1 de fuera del país y el resto se divide en provenientes de ciudades medias como Orizaba, Córdoba, Coatzacoalcos, Jalapa, Veracruz o sus zonas conurbadas o de influencia. Nos guste o no, el son se desconecta cada vez más de su entorno, que es el que le da corpus a su esencia de música relacionada al medio y la vida comunitaria, y se incorpora a espacios urbanos ajenos hasta hace poco. Eso que al inicio parecía promisorio, por las oportunidades de llevar la música de rancho a otros espacios, se ha vuelto en nuestra contra, el son tradicional desaparece, lento pero seguro, y en las comunidades hoy prevalece más el gusto por el “pasito” duranguense que por el son jarocho.
La apuesta institucional, aquella que apuntalara los primeros esfuerzos comunitarios, hoy nos pide partituras, composiciones nuevas, o la integración de nuevas orquestaciones a la música; pero nos niega la capacitación del músico tradicional en campo. Hoy nos proponen hacer de nuestra música y tradición “Patrimonio Intangible de la Humanidad”, pero se invierte en espectáculos de teatro que, más que reflejar al son lo caricaturizan desde nuestro punto de vista. “Jarocho”, la máxima apuesta institucional al son en Veracruz, nos recupera la vestimenta blanca, el baile de equilibrios con vasos en la cabeza y, una vez más, hace regresar el estereotipo jarocho de los años 40, volviéndolo a alejar de la población que le da sustento.
El grueso de la investigación del son jarocho se queda también en las ciudades, los programas de radio muchas veces no son oídos acá y la televisión que muestra los documentales realizados o los programas especiales no llega al rancho. Pocos son los esfuerzos serios por revalorar y difundir lo que se hace. El “movimiento”, que nació como algo contrario al mercado y los medios de comunicación masiva, hoy ha sido cooptado en buena medida por ellos, amoldándolo a patrones comerciales, desvinculándolo de su raíz y privilegiando la forma al fondo. Asistimos, desde acá, más que al resurgimiento, a la desaparición del son jarocho como canto popular y volvemos a hacer lo que antes criticamos: un estereotipo folclorista de nuestras tradiciones.
Pero sin embargo se mueve, como dijo Galileo. La resistencia a la absorción del mercado continúa en algunos lugares y el son, sin apoyos de ningún tipo, se vuelve nuevamente espacio popular en las rancherías de Sotavento. Semi desligado de escenarios y reflectores, los trabajos por hacerlo renacer en el gusto realmente popular, la difusión de materiales en rancherías, la proyección de documentales y programas en espacios públicos, las radios comunitarias y las publicaciones periódicas son ahora los vehículos de acercamiento a la gente. El formato del taller de aprendizaje continúa vigente y se agregan actividades no del todo ligadas al son pero si a la cultura tradicional jarocha. El orgullo por ser músico nuevamente vuelve y la recuperación de afinaciones, formas y estilos propios de cada región es revalorada como forma de conocimiento más amplio de lo que antaño fue la música.
El fandango, como lo conocieron nuestros abuelos, seguramente no volverá, más sin embargo su reconstrucción y la recuperación del espacio rural continuará hasta lograr, como en San Andrés Tuxtla, que los encuentros no necesiten nada más que músicos locales. El modelo de encuentro tiende a cambiar también, pasando de sesiones maratónicas de grupos a presentaciones más largas y con menos participantes; la recuperación del diálogo ahora busca a regiones distantes que, ligadas por el parentesco musical del son de todo el país, nos ayuden a recuperar también las vías de comunicación intercultural que antaño se dieron y que enriquecieron nuestra música. Más que buscar afuera, la búsqueda es ahora interior y luchamos, aunque parezca extraño, contra la corriente “innovadora del son” que, a oídos nuestros, no suena ya a música jarocha, pero que sin embargo es hoy por hoy la que domina el panorama cultural, con sus excelentes salvedades.
El son jarocho tradicional, al inicio de los esfuerzos de recuperación, definitivamente volvió de su casi aniquilación, el contrasentido es ahora que, en aras de adecuarlo a las nuevas circunstancias mundiales, estamos acabándolo nosotros mismos, privilegiando sólo el arreglo o la composición y despreciando en buena medida el conocimiento tradicional, del cual nos decimos “herederos”. Más que árbol que florece, somos una enredadera que, agarrada al árbol original de la tradición, comienza a asfixiarlo hasta morir. Creemos también que aun estamos en buen tiempo de detener esa aniquilación, aun quedan muchos soneros mayores que guardan conocimientos valiosos que pueden ser utilizados, aun es tiempo también de refundar estas acciones colectivas y, de una vez por todas, darle carácter verdadero de movimiento cultural a estos procesos de recuperación. Es hora ya también de dejar la autocomplacencia de decirnos ejemplo de la manera de volver a las tradiciones y centrarnos en el trabajo serio de revaloración de lo hecho, que no ha sido poco, y ponerlo realmente al alcance de la población, es tiempo, a fin de cuentas, de decidir si somos una moda pasajera más, algo así como la “chúnchaca ilustrada”, o si en realidad buscamos motivar un cambio sustancial en la manera de ver y hacer las cosas en este país.
Para muchos, afortunadamente, esta es la labor que nos ocupa, una labor de reeducación cultural que nos ayude a discernir bien que partes de nuestra cultura están aun en riesgo y, con la experiencia de lo visto a lo largo de los últimos 30 años, encontrar el modo de recuperarlas y actualizarlas sin destruirlas. La realidad de nuestros niños en los ranchos, la mayoría separados de uno o ambos de sus padres por la migración, creciendo con sus abuelos y educados por la televisión abierta, no es la de las guacamayas que no vieron nunca, ni la de las selvas que sólo se medio dibujan en la plática de los mayores; su realidad tiene más que ver con pobreza y falta de oportunidades en la vida, el son puede ser una vía no sólo de esparcimiento, si no de conocimiento e incluso de apoyo económico alternativo en estas épocas de crisis, tal como ya sucede en algunos casos. La cuestión está en que entendamos que no se le debe desvincular del pasado, lo que no quiere decir que esté reñido con la innovación. A veces parece y otras me temo sea cierto, que la mayoría de la gente involucrada en el mal llamado “movimiento” jaranero no toma conciencia real de que el son en sí no es la cultura jarocha que decimos representar, sino que esta se compone de un cúmulo de experiencias, formas de aprovechamiento del medio y su relación con él y que, a final de cuentas, es resultado de ella y, para acabarla de chingar, su representación ante el resto de nuestro mundo. Acabar desligándonos casi por completo del son, nos parece, sería el peor y menos deseado de los resultados de este proceso ya tan largo, pues resultaría a fin de cuentas, que estaríamos dejando el son reducido al recuerdo de una época pasada, una especie de pieza de museo disponible para ser observada y entendida a través de sesudos estudios, pero lejana e intocable para cualquiera.
Es difícil, cuando todo apunta a la comercialización de la música como única vía de salvación, perseverar en tocar a la manera antigua, es más difícil aún convencer a muchachos –llenos de imágenes televisivas de “éxito y modernidad”- de que el conservar vivo lo que todos desprecian es una mejor alternativa de vida, más sin embargo se puede lograr siempre hacer que al menos una persona cambie. Ese tal vez sea el reto que nuestros abuelos no lograron, convencernos de la importancia de la conservación de la música y su entorno, ellos antes como nosotros hoy, nos fuimos con la “finta” de la modernidad prometida, que sólo llego como forma de aprovechamiento de lo nuestro por otros, casi siempre ajenos a nuestra tierra y a nuestra idea. Ese es el reto que nosotros acá en los ranchos y poblaciones pequeñas enfrentamos, convencernos de que vamos por la vía equivocada nuevamente, que cambiamos sólo la forma pero no el fondo y que, a fuerza de no oír a los mayores, creímos que ya habíamos logrado superar la crisis mientras no sumíamos en otra peor.
Nosotros apostamos por otro lado, ya no apostamos a que se abran los medios, creamos los nuestros; ya no esperamos a que el gobierno nos legitime dando apoyos, sino legitimándonos en el apoyo popular, que obliga al otro a reconocerte y, de pasada, sirve para que se reconozca en nosotros. La nueva apuesta va en el camino de aprovechar al maestro sin negarlo una vez que hemos aprendido de él, sino teniéndolo siempre cerca como referente inmediato; camina también en entender las otras partes perdidas: la comida, el verso, la ropa, la visión comunitaria y un largo etcétera de cosas que debemos reconstruir si queremos de verdad recuperar nuestra cultura, aprovechando siempre lo que viene de fuera, pero poniéndolo a nuestro servicio como una vía de mejorar nosotros también. El nuevo movimiento, que comenzamos a plantear no desecha o se contrapone a lo moderno, sólo lo ve con cautela.
Si queremos pensar en una nueva música jarocha, creemos, se debe pensar primero en un nuevo jarocho, comprometido con su medio y su tradición no sólo de dicho, si no de hecho. Nosotros estamos intentándolo y estamos consientes que tal vez no lo veamos realizado del todo, sin embargo creemos que es necesario hacerlo y en esa vía vamos caminando.

viernes, 24 de septiembre de 2010

"Arribita del Río..."

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“Cuando yo tenía 6 o 7 años me llevaron a Tuxtepec;
lo único que recuerdo de ese viaje es que,
cuando llegamos, nos subieron al carro
de alquiler que había en el pueblo
y que lo manejaba un Tío mío, que se llamaba Carlos.
Mientras conducía, mi Tío no dejaba de cantar el Cupido.
Desde entonces, cada vez que oigo ese son,
me acuerdo cuando era niña”

Doña Guadalupe Benítez Sánchez. 80 años.



Más que dedicado al son o a los soneros, este es un disco dedicado a la memoria. Pero no a esa memoria de muertos y tiempos pasados, si no más bien a la memoria viva que todos llevamos a dónde vamos y manifestamos en lo que hacemos, a la que nos hace ser únicos y diferentes de todos los demás y que, muchas veces, al cruzar con otros se topa con el recuerdo compartido, que entonces nos hace ver que aun siendo distintos, todos somos iguales.

Al mismo tiempo, este disco es una foto que mantiene inmóvil un pedazo de tiempo que ya pasó, pero perdura al sonar cada vez que se reproduce. Habla de gente que está viva sólo a través de jóvenes que no los conocieron y que muy probablemente ni sepan de ellos, de los que hicieron que esto llegara a nosotros, pero que sin embargo los mantienen vivos a pesar de todo y los renuevan. Habla de jóvenes actuales luchando desde su pueblo y su tradición, en medio de un mundo que los segrega y aísla y, por si fuera poco, los bombardea con ideas, modas y costumbres ajenas a nuestro medio, a nuestra forma de ser y sentir y que, muy seguido por cierto, triunfa sobre ellos y los aleja convirtiéndolos en estereotipos o caricaturas de esas formas de ser “modernos y globales”.

La intención, difícil de cumplir e inacabada aún, es, ha sido y será la de reconstruir una parte de la tradición perdida de la música campesina de nuestra tierra, esa que se junta por gusto en las tardes a tocar un son, que no pide virtuosismo pero si exige respeto, esa que sigue haciendo recordar cosas a la gente, la música que le “dice algo” al que la oye por que la conoció aunque sea a través de historias de abuelos. Es la tradición de los bailes de sones alumbrados por leños encendidos que ya no vimos muchos, la de María Canela ganando un concurso de baile en la Victoria, o la de Don Sostenes Sánchez sentado en al raíz de un cedro tocando en las tardes, como lo recordaba su hija María Higinia antes de morir ella en el mismo terreno, la misma casa y el mismo pueblo en que vivió y tocó su padre a mediados del siglo pasado. Es la música y cantares viejos, tal vez “modernizados” por ser ahora tocados en su mayoría por chamacos que ya sólo alcanzaron a ver a dos o tres músicos “de los de antes”.

A fin de cuentas lo que queremos es recordar y no olvidar nunca quienes somos, de manera sencilla y sin “arreglos” ni “composiciones”. Lo que intentamos es mostrar a tres generaciones que se encuentran, se renuevan y se mantienen; que intentan juntos recuperar las tonalidades y los versos de antes y actualizarlos sólo con ponerlo en boca de jóvenes de hoy. Tres generaciones que desde distintas formas de ver el mundo comparten sus experiencias, sus vivencias y que a través del contacto casi diario construyen y reconstruyen su cultura. La voz de Don Higinio y de Don Félix, las guitarras de son de Quintiliano o de Juanillo Regalado o la jarana de Lencho, puestas al lado de la fuerza de la juventud de Pipo, Patricia, Pablo, Margarita, Julio o Toño nos recuerdan el río, la selva, el rancho, la tarima y la alegría de estar junto a todo eso que nos da sentido y nos vuelve únicos en este corto tiempo que nos toca vivir.

Por último y más importante aún, este disco es también un reconocimiento a la voluntad y el cariño puesto por todos los músicos de antes que en él participan, que no dejaron de recordar su música y que nos la han enseñado para que nosotros también podamos disfrutarla. Esa herencia, como dice el amigo Guillermo Velázquez, es una responsabilidad que hemos adquirido los que hoy tocamos, que nos obliga a cuidarla y mantenerla lo más apegado a como nos la enseñaron, por respeto a la gente mayor; pero que también nos obliga a perfeccionarnos y a conocer toda su riqueza, para después, con la mayor humildad, intentar mejorarla si somos capaces. La última parte de esta responsabilidad es transmitirla a nuevas generaciones. Eso intentamos.